MUKTI MATA CONOCE A PARAMAHANSA YOGANANDA

Mukti Mata conoció a Paramahansa Yogananda en diciembre de 1945, un año antes de que su clásica obra espiritual Autobiografía de un yogui fuera publicada. Dos meses después de haber escuchado a Yoganandaji hablar en uno de los oficios religiosos en Los Ángeles, entró en la orden monástica de SRF para dedicar su vida a sus ideales y preceptos espirituales.

Lo que sigue está tomado de una entrevista publicada en el número de octubre de 1998 de la revista Yoga International.

Pregunta: Usted estuvo con Paramahansa Yogananda desde 1945 hasta que dejó su cuerpo en 1952. ¿Cómo lo conoció?

 La historia empieza en realidad varios años antes de que yo conociera a Paramahansaji. Durante toda mi infancia me preguntaba a menudo si había alguien sobre esta tierra que pudiera hablarme sobre el propósito de la vida y qué era lo que todos teníamos que aprender aquí. Según iba haciéndome mayor – periódicamente, cada dos o tres años – dibujaba un par de ojos castaños en los que trataba de crear una expresión de eternidad. Había épocas en las que mi concentración sobre esos ojos se volvía tan intensa que tomaban vida por sí mismos, como si fueran una ruta hacia el cielo. Cada vez que esto ocurría, no seguía más con el dibujo, pero durante algún tiempo después, miraba en las caras de los desconocidos buscando aquellos ojos. Al no encontrar jamás lo que estaba persiguiendo, la experiencia causada por el dibujo, temporalmente olvidada, se desvanecía de mi mente.

Al principio de la Segunda Guerra Mundial, empecé un trabajo como técnico ilustrador. Todos los días camino al trabajo pasaba por una iglesia. Grabadas en la piedra angular estaban estas palabras: «Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Un día había recorrido un bloque más allá de la iglesia cuándo mi mente fue atraída a esa inscripción, como si hubiera sido atraída por un magnetismo poderoso e invisible. Paré y reflexioné sobre esas palabras durante bastante tiempo y me di cuenta en aquel momento que pocos de nosotros sabíamos qué era la Verdad en realidad. Más tarde, determiné que, sólo tal vez, la Verdad y Dios podrían ser lo mismo.

«¡Señor, si existes, demuéstramelo».

Mi interés en la Verdad – y mi necesidad de Ella – fue en aumento. Un día grité: «¡Señor, si existes, demuéstramelo!». En un instante fui consciente de una poderosa e invisible Presencia, la cual sin embargo estaba llena de gozo y humor. «¡No se ría!», le dije, «¡Estoy hablando en serio!». Como si fuera una respuesta, la Presencia se puso un poco más seria inmediatamente. Dándome cuenta de que acababa de desafiar al mismo Señor, mentalmente coloqué todo el incidente en un armario imaginario, cerré con llave la puerta, y resolví prestar atención solamente a aquellos aspectos de mi vida que fueran tangibles, y por tanto, explicables.

Dos semanas después, un amigo vino a mi casa y me invitó a ir a Hollywood. Yo pensé,«¡Hollywood! ¿Qué vamos a hacer allí? ¿Visitar las casas de las estrellas de cine?». Pero dado que no tenía nada planeado aquella mañana, acepté ir. Para mi sorpresa, fuimos a un servicio en el templo de Self-Realization Fellowship en Hollywood. Cuando entramos en la capilla sentí una profunda paz impregnando el edificio y le dije a mi compañero: «¡Ésta es la primera iglesia verdadera en la que he estado nunca!». Luego las cortinas detrás del podio se abrieron, y vi a Paramahansa Yogananda por primera vez. Era obvio que no era un hombre corriente. Le susurré a mi amigo: «Este hombre tiene unos ojos como los de Jesús». Aunque nunca había tenido la bendición de ver a Jesús, sabía que de algún modo había hablado la verdad. Me di cuenta entonces que, en Paramahansa Yogananda, había encontrado los ojos que había tratado de dibujar hacía muchos años.

Su mirada era antigua, atemporal.

Estaba impresionada por la inmensidad de su conciencia, y sabía intuitivamente que no estaba limitada, como lo está la conciencia humana corriente. Empecé a imaginármelo en una catedral, algo que fuera adecuado para su talla espiritual, pero nada de lo que podía imaginar parecía ser lo suficientemente grande. Recuerdo haber pensado: «Solamente el cielo puede ser el techo de su catedral». Cuando dejé el templo ese día, mi mente y mi alma estaban absortos en su mensaje sobre el Dios.

De allí en adelante regresé al templo todos los domingos. Cinco semanas después del día en que lo escuché hablar por primera vez aquel domingo, el 23 de diciembre de 1945, llegué al templo una hora antes de la conferencia. Aunque no sabía cómo meditar, tenía planeado simplemente sentarme en silencio en la capilla y absorber la atmósfera que había en ella. Cuando me acercaba a la entrada del edificio, tuve el impulso de dar media vuelta. Y allí estaba de pie, el Maestro.

Su mirada era antigua y atemporal. Él permaneció de pie allí, en silencio, mirándome por algunos momentos. Años después pensé, que quizás mis sentimientos aquel día, debieron ser algo semejantes a los que él tuvo que haber sentido al ver a su gurú, Swami Sri Yukteswarji, por primera vez. Si me hubiera hecho señas, yo me habría acercado, pero sentí que habría sido un sacrílego ir hacia él a menos que me hubiera llamado. Así que seguí caminando. Cuando estaba a punto de entrar, no pude resistir el impulso de mirar atrás. Pero cuando lo hice, ya se había ido.

Sentí como si una enorme puerta dentro de mi conciencia comenzara a abrirse.

Paramahansaji terminó el servicio ese día con dos anuncios: el primero fue que si estabas libre de obligaciones familiares, podías ir a Mount Washington – Sede Central para la obra mundial de Self-Realization Fellowship – y servir a Dios; la segunda era que habría una meditación de Navidad de ocho horas al día siguiente en Mount. Washington. Aunque yo no sabía que Paramahansaji era un gurú con discípulos, después del primer anuncio sentí como si una enorme puerta dentro de mi conciencia comenzara a abrirse. Y, aunque yo quería estar allí, pensaba, después de escuchar el segundo anuncio, que no saber cómo meditar, me descalificaba para asistir a la meditación de Navidad.

Aproximadamente a las nueve la mañana siguiente, yo estaba inundada con el deseo de estar en esa meditación. No tenía ni idea de dónde estaba Mount Washington ni de cómo llegaría allí, y tenía menos de una hora para resolver todo aquello. Me vino la idea siguiente: «Llama a tu hermano». Le expliqué mi situación; vino inmediatamente y llegué a Mount Washington con tres minutos de antelación. Paramahansaji empezó la meditación con una oración inicial, luego dio algunas pautas generales sobre cómo meditar. Seguí sus instrucciones y, por su gracia y la gracia de Dios, me las arreglé bastante bien.

«…fue como si cientos de miles de velos invisibles hubieran sido retirados…»

Cuando la meditación terminó, permaneció de pie en la puerta de la capilla y bendijo a cada uno de nosotros cuando partimos. Mientras estaba allí, esperando llegar ante él, me sentí como una niña pequeñita que hubiera perdido ambos padres terrenales y hubiera encontrado ahora a sus verdaderos padres, en una sola forma humana. También sentía ese tremendo sentimiento, mezcla de reverencia y respeto, que naturalmente se siente por alguien tan grande como él. Después de bendecirme, me dijo: «Quiero verte». Así que esperé junto a la chimenea del salón de recepción, y al poco rato apareció Daya Mata y la seguí de vuelta a la capilla. Paramahansaji estaba sentado sobre un banco antiguo, sus ojos vibrantes de eternidad. Al llegar a su presencia…. fue como si cientos de miles de velos invisibles hubieran sido retirados, uno tras otro. Entonces una Voz del Silencio me dijo: «Siempre te habías preguntado si existía alguien que estuviera más allá de las limitaciones humanas, más allá de la codicia, del egoísmo, de la ira», de todas esas «lindezas» que nos agobian a todos, como dije antes, y me había preguntado sobre eso. Luego la voz dijo: «Yo soy Yogananda». Después la Voz precisó aquella afirmación, diciendo: «Yogananda se ha transformado en Mí».

Yo era consciente de que Paramahansaji no solamente sabía lo que yo acababa de experimentar, sino que también yo sabía que él conocía mis pensamientos. La primera cosa que me dijo fue: «Has venido». «Sí, señor», dije, y aunque no sabía a qué había ido, sabía que había respondido sinceramente. Hablamos sobre mi trabajo y cuándo podría trasladarme a Mount Washington. Me invitó al banquete de Navidad al día siguiente y después a su fiesta de cumpleaños el 5 de enero. Me fui a vivir a Mount Washington cuatro semanas más tarde.

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